Barra de Idiomas

domingo, 30 de enero de 2011

Fascinados por el signo $

Fascinados por el signo $

Creemos, por sobre todas las cosas, en el dinero. Aplaudimos cada aparición de efectivo y rechazamos la blasfemia de los cajeros inertes, secos por dentro.
Todo tiene su precio. La búsqueda de la felicidad obliga a realizar pequeños trayectos. Esa es la distancia que separa a la billetera del corazón, y nos deja muy atrás en la cadena evolutiva de las especies (AP).
Valor supremo. El artista plástico Scott Campbell trabajó sobre la adoración por el dinero en la sociedad contemporánea. Su obra ya es un símbolo. 
Nuestra sociedad es un ser extraño. Si el cráneo de cualquier ser vivo contiene lo importante, sus deseos, y si los deseos alojados en el hemisferio izquierdo del cerebro se transforman en latidos del corazón, en sangre, en millones de glóbulos rojos alimentando los músculos, si esa es la base del movimiento hacia un futuro mejor, lejos de los excrementos que ese mismo cuerpo expulsó, entonces nuestra sociedad es mucho más monocorde en su funcionamiento. Su deseo es el dinero, por sus venas –las ciudades y sus calles– corre dinero, sus pequeños individuos –nosotros– funcionamos con base en el dinero, y jamás conseguiremos movernos muy lejos de nuestros excrementos, o sea, el dinero.
En términos comparativos, pero siempre dentro de la biología, la búsqueda de la felicidad les exige a los humanos pequeños trayectos, viajes de poco más de un metro.
Esa es la distancia que separa a la billetera del corazón y nos deja, como especie, muy atrás en la cadena evolutiva si se nos compara con la gaviota Sterna paradisaea (el charrán ártico), un ave que recorre 22 mil kilómetros desde el Ártico hasta la Antártida buscando su felicidad.
Mientras las peores colas de un banco miden una insufrible cuadra, recorrido necesario para recibir lo que es nuestro, algunos Puffinus puffinus (la pardela pichoneta) viajan 8 millones de kilómetros en sus 50 años de vida, buscando la alegría. Ambas especies, por poner un ejemplo, se sienten satisfechas si consiguen un par de gusanos, o un pececito, para alimentar su nido. Nosotros dudamos de todo el sistema si los cajeros no escupen una sana cantidad de billetes con la cara de Roca y el pituco olor a bóveda del Banco Central al ingresar nuestras coordenadas bancarias.


El cisma del oro. La obsesión por el dinero contante y, sobre todo, sonante, adquirió una extraña actualidad en este comienzo de año, cuando se incrementó una proporción incomprensible: a más voracidad de efectivo, más constipación en los cajeros automáticos.
Todos quisieron tener su dinero en el bolsillo porque todos tienen el dinero en la cabeza, pero la glotonería financiera no es una novedad. Hablamos de guita todo el tiempo porque vivimos en un ecosistema mundial (la anteposición “eco” ya no referencia la ecología sino la economía).
Extendiendo la mirada hacia el ancho del planeta, insistentemente escritores y realizadores cinematográficos basan sus obras en la figura del padre, y del dinero.
De Kenzaburo a Jonathan Franzen, de nuestro Juan Filloy a Martin Amis, papá y dólares son el motor de los relatos. Incluso superponiéndose, como en el caso de la película Wall Street II (El dinero nunca duerme) , de Oliver Stone.
Tal vez, ambos sustantivos sean los extremos de las creencias contemporáneas, las referencias deseadas para pensar en términos de amor, autoridad, poder y materialidad. La actualidad, en el mejor de los casos, está compuesta por un mundo familiar, inalcanzable e íntimo, y otro susceptible de ser cuantificado en billetes.
Ambos mundos coinciden a las 7 de la tarde cuando los padres abandonan su actividad productiva y regresan al hogar.
Pero el Dinero, “el único Dios verdadero” según el poeta Joaquín Sabina, es una deidad que ha invertido mucho tiempo para esclavizarnos hasta nuestro estado actual. El historiador griego Herodoto consideraba que fue en el reino de Lidia (hoy Turquía) donde se inventaron las primeras monedas para superar la antiquísima e ineficiente costumbre del trueque. En esa remota geografía, hacia el siglo VI a.C., se empezaron a acuñar monedas de oro y plata amalgamadas y se las llamó electrón.
Tenían grabado un león representativo de la realeza, y su valor se elevaba a la paga mensual de un soldado. La alquimia entre trabajadores y monedas se forjaba gracias a la gran disponibilidad de oro que emergía de las minas auríferas de esa zona.
Sin embargo, lo interesante del sistema no era –lamentablemente– ni el león ni el trabajo, sino su valor garantizado por el metal precioso. Las monedas de oro no eran un bien en sí mismo, sino un recurso para transformar los deseos en realidad. Comer, vestirse, y cualquier otra necesidad se podría afrontar, desde entonces, con la garantía de que la paga valía su peso en oro. Esta solución se universalizó y cualquier unidad monetaria representaba una cantidad de oro, guardada en algún sitio misterioso.
Muchos siglos y un Cristo después, con la Segunda Guerra Mundial finalizada, comenzaría el período de hegemonía norteamericana que, en materia financiera, se tradujo en los llamados acuerdos de Bretton Woods.
Lejos de ser un señor, este era el nombre del hotel donde se escribieron las nuevas reglas globales para la creación del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
También se estableció que todas las monedas serían convertibles a dólares. Sólo este valor supremo para la humanidad sería transformable en oro. Nacía el billete de los billetes. Tal vez por eso los dólares rezan in god we trust, aunque lo más honesto hubiera sido in gold we trust.
Sin embargo, esa facultad dorada del dólar duró poco, y se diluyó en la década del ’70 cuando Nixon, en plena crisis por la Guerra de Vietnam, canceló unilateralmente su convertibilidad. Y devaluó. Pero Wall Street, las bolsas del mundo y el enjambre de economías nacionales continuaron zumbando en torno a la miel de los mercados sin detenerse.
Como consecuencia, desde 1973 en adelante, los billetes de cualquier nacionalidad no cuentan necesariamente con su correlato en oro, como imaginamos en nuestros poco freudianos sueños financieros.
Ahora, las monedas nacionales son una abstracción regulada por las autoridades monetarias con el objetivo de evitar picos de inflación cuando el mercado se empacha con divisas circulantes.
Pongámoslo así: la plata actual es un pacto entre todos los integrantes de una sociedad que acceden a reemplazar sus bienes por símbolos monetarios. Su respaldo es, hoy por hoy, la totalidad de los bienes y servicios de esa comunidad. El circulante es simplemente una promesa de cobrar nuestro trabajo, de concretar nuestros anhelos.
Inflaciones bien infladas. Grady, uno de los personajes flotantes en Crucero de verano, de Truman Capote, se tranquilizaba al pensar: “Soy rica, resido en una isla llamada dinero”.
Pero las islas económicas flotan poco, así como la exageración en materia monetaria crea inflación y conduce al hundimiento.
Paradigmáticamente, si una economía se infla, no flota sino que sumerge a su población. Nosotros la vivimos hacia finales de los ’80, y en la actualidad la miramos de reojo, pero la República de Zimbabue sí que tuvo inflación. En marzo de 2008, el índice de ese país trepó hasta el 100 mil por ciento.
Para visualizarlo alcanza con considerar que el pan llegó a costar mil veces más, en poco tiempo. Los dólares zimbabuenses, nacidos con intenciones de convertibilidad, sufrieron una reducción tan grande que hace relativamente poco era necesario reunir entre 30 y 100 millones para obtener un dólar verde.
A manera de ejemplo, y para simplificar la actividad cotidiana, en julio de 2008 el gobierno puso en circulación el billete de Z$ 1.000 millones, útil para adquirir cuatro naranjas.
Este pueblo se las vio (tal vez por ser africano) mucho más negras que nosotros cuando abandonamos nuestro austral, huyendo de la inflación, y le dimos la bienvenida al peso “convertible”, reconocido con el código internacional ISO como ARS 032.
Los pesos actuales nacieron como consecuencia de la Ley de Convertibilidad de 1991, aunque su veracidad cambiaria persistiera hasta 2002. Nuestra moneda, que tanto cuesta sacar de las tripas de los cajeros, cumplirá 20 años en cuestión de meses, siendo, según el ministro Boudou, el país del mundo con más circulante.
Los mineros chilenos rescatados –hasta hace poco un ícono de la solidaridad, el compañerismo y la calidad humana– han reconocido que el veneno inoculado en la tinta de los billetes, aquello que los hace legítimos, es más potente que la amistad. Vaya cachetazo para hacernos ver qué efímera es la voz de la amistad y qué potente el tintinear de las monedas.
El capitalismo como herencia. Por un padre ausente en lo cotidiano y muy presente en la jerarquía familiar, actualmente buscamos en el magma de producciones simbólicas a ese referente que estuvo ocupado, probablemente intentando amasar una fortuna.
Una herencia contable para terminar legando la vuelta materialista que remata el espiral de nuestro ADN. Los progenitores, sinónimo de sabiduría, de palabras justas, de la última contención, a veces escriben con tinta genética los cromosomas de una sociedad que, en lugar de poner el dinero a su servicio, sirve cotidianamente al sistema económico.
El enorme pintor Francis Bacon dijo: “El dinero es un buen sirviente, pero un pésimo maestro”, buena reflexión para plasmar que el capital es un estigma que condiciona la especie humana hacia un número, una abstracción sin símbolos ni deseos.
No vamos hacia ningún lado en el círculo de la economía aspiracional. Somos, como sociedad, padres del dinero. Formamos hijos del dinero, más pobres cada día.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente éste artículo, vale la pena leerlo una y otra vez, es para pensar...no?